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Vila-Matas

  • Diego De Ávila
  • 23 mar 2017
  • 5 Min. de lectura

F: Juan Pablo Salvo

​Enrique Vila-Matas lleva un diario que avanza, sobre todo en los cuadernos largos, con creciente desprolijidad hasta la falta absoluta de referencias. La última entrada consiste en la descripción de un cilindro plástico verde, quemado en los bordes superiores, como si fuese una chimenea (pero esto era imposible de saber), y ocupa la longitud de nada menos que seis carillas, seguida de cuatro frases aisladas. Exhibió el cuaderno en la presentación que llevaba a cabo. Les dijo a los presentes que todo aquello no significaba nada, y que por eso le había resultado difícil de componer. Recordó que las composiciones de texto frecuentemente están atravesadas por algún sentido, incluso las más azarosas. Le resultaba difícil lograr concentración, doblar, mientras que el texto, quizás por un tono, quizás por el envión de una intención diluida, permanecía armado. Que era muy parecido a ser superficial pero mucho más difícil, porque se relataba más que la historia de lo acontecido, algo así como la historia del texto. Una chica en la platea preguntó si Vila-Matas había visto en verdad aquella cosa verde, y él dijo que probablemente sí, pero que no quería hablar de eso. La gente se impacientó. Era difícil. Hacía dos horas que respondía preguntas, y la charla ya no tenía ningún sitio donde ir.

Esto ocurrió en febrero, en Montevideo, en el Filba del año 2015, día del que se recuerda qué frío hacía. O nadie se acuerda, es un momento raro. La sensación de la luz sobre la calle, pero incluso también la del aire en la cara, era la de rendijas que se cierran detrás de inmensos ventanales. Cuando alguien prendía un cigarrillo, por ejemplo, el fulgor de la brasa y el del farol parecían de un mismo volumen, y cuando luego de una larga pitada el humo alrededor de las brasas desaparecía, la ciudad quedaba sorda, con movimientos vertiginosos, por donde el viento aprovechaba a colarse y el frío se hacía mayor. Vila-Matas conversó con los anfitriones en la puerta. Uno de ellos le ofreció ir a tomar drogas. Pero el escritor se excusó con educación: dijo que le caían terriblemente mal, que se hinchaba, y que parecía un gordo; que en todo caso prefería comer. Entonces lo invitaron a comer y él les dijo que tampoco, por supuesto que con un nuevo agradecimiento, dejando en la voz la intención de no retirarse todavía: con la modestia pixelada, muy mal entendida, se perdía en colores pulidos sobre el Centro Cultural. Veía todo así, con sentimientos artesanales.

En el medio de toda aquella gente volvió a abrir su diario, solo para rectificar que no podía sacar nada útil de él. Le quedaban cuatro horas antes de cumplir el plazo para entregar un artículo en España. Pensaba escribir sobre el final de alguna historia, que bien podía ser la suya.

La ronda se cerró un poco, y su cabeza se volvió hacia el cielo. Con vacilación miró en varias direcciones, y comprendió que aquel color estaba en realidad sugerido por una oscuridad nueva, que apenas si reconocía.

No conseguía disimular su preocupación. Por lo que la dejó salir, y cambió el motivo: dijo que estaba preocupado por el final de las historias. Cualquier sitio era bueno para empezar: rogó que algún comentario de la ronda prosiguiera el tema, y sucedió de inmediato: el coordinador del evento, completamente drogado, se puso a hablar sin parar sobre el regocijo natural que le provocaba la idea del Cataclismo. Dijo: lo que sucede es que entonces moriremos. Algo que sucedería de todas maneras, como resulta obvio. Nomás me imagino la línea de tiempo en las manos del primer hombre de la tierra, en el momento que la palma. Y de ahí en adelante, todos continúan muriendo hasta el año 2015. Este es un gran momento. Pero extraordinario. Hay que ponerse a pensar qué vamos a hacer. No podemos irnos a beber a cualquier lado.

Vila-Matas dijo: yo definitivamente no; debo irme a escribir una columna y apenas tengo tiempo de llegar hasta el hotel. ¿Y ya sabes de qué va? No, no lo sé. Aunque hoy me gustaría. Generalmente consigo escribir antes de vivir la experiencia del asunto, y luego el asunto se pliega solo, cuando tengo motivos para asociarlo con lo que escribí. Mal día para el asunto, dijo el coordinador. Y Vila-Matas no estuvo seguro de qué habría querido decir con eso, pero tuvo el presentimiento de estar en graves problemas. Se tocó las sienes simulando preocupación, y luego preparó un gesto de seguridad, como si hubiese atravesado una habitación oscura llevándose todo por delante hasta que cerraba los ojos y le salía mucho mejor.

Debo irme a escribir eso. Me llamarán desde España de un momento a otro. Claro que sí, hombre, vete de una vez. Pero, el escritor salió en la dirección equivocada, y durante varias cuadras esperó encontrarse con 18 de Julio hasta que la escollera le cerró el pasó, y supo que el hotel quedaba ya muy lejos de allí. Pateó la puerta de un cibercafé hasta que el dueño se asomó por la azotea del edificio y le gritó que ya se le había acabado todo y que se fuera a beber a otro lado. Joder, pensó, está cada cual en la suya.

Se sacudió entonces con un raro estremecimiento. Sintió que estaba descalzo. O que una gota le mojaba la nuca. O algo como eso: como una acidez repentina del silencio. Entonces Vila-Matas pensó: se supone que yo debería estar con mi familia o con mis amigos en estos momentos. ¿Y por qué no solo? Se supone que es navidad. O que por lo menos es muy parecido.

La noche resbaló en las grúas del puerto, que levantaban la cabeza como si muertas de hambre vigilaran la altura de los hibiscos, y sonó un rumor de metal quemado, primero contra el cielo, y después en el bolsillo del escritor. Era un mensaje de texto de su madre. ¿No vas a pasar el Fin del Mundo con nosotros? Vila-Matas pensó: mierda, y suspiró. Cuando consideró a su familia pensó simplemente en su mujer y sus hijos, pero no había imaginado que lo reclamarían desde su primera casa. Escribió con cansancio notable, y no supo si era la oscuridad, el destello, o la ardua y permanente escritura en la que se había metido. Le dijo: no lo creo, madre. Probablemente no. Estoy tratando de encontrar un hotel. He estado pensando seriamente en cómo van las cosas. En cómo me va a mí. Le devolvieron el mensaje y decía: ¿y cómo te va a ir, hijo? Hoy tu padre armó una mesa en la azotea, y cuando hace un rato cayó la noche, se quedó dormido con un libro tuyo en las manos. Te irá mal, hijo; como a mí.

 

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