13. La voz en el desierto
- Francisco Álvez Francese / Gastón Haro
- 4 abr 2018
- 4 Min. de lectura
Sobre la “Oda decimosexta” de Orfila Bardesio (Dieciséis odas y una canción, 2005)
Caen cosas sobre la página, se despliegan como mapas, se encuentran en un frenesí apocalíptico. ¿Se conocen? Se ven así, desplegadas las cosas en la enumeración, como dentro de un saco inmenso que se eleva al infinito. Son la oración de todo, las cuentas de un rosario eterno de materiales múltiples: metales preciosos, jade, maderas aromáticas, plástico. Van pasando por la voz de la poeta que busca ocultarse tras el hechizo de sus versos, porque el peso de su exactitud la deja exhausta y a la vez parece liberarla, abrirla a las posibilidades celestiales. Esas palabras que se juntan son por eso como pases mágicos y abren las discretas puertas de ultratumba a una opaca luz de muerte. Están los ritmos del dinero, está el sexo que se esconde en recargadas metáforas de antiguos dioses, está esa lengua que decimos con impostada gesticulación primitiva, la escritura que una mano de ceniza va fijando en el aire. Está el dolor y el placer del dolor, el vértigo de la ascensión, la sequedad, la dispersión, el eco putrefacto de la cámara de tortura. No hay razón, solo la oscuridad circundante, la solitaria madrugada de la sombra sobre la sombra. Y Dios no nos habla: no hay zarza ardiente; hay un cuervo nada más y sabemos lo que dice, lo que repite en la noche plutónica. Todo se consume y se enferma, todo se condensa en tristes ausencias, en muertes sucesivas, perdidas en los lenguajes del trabajo, y la ciudad se abre como un pasadizo de ensueños perversos, que devuelve al amor con gesto indolente. Y entonces vemos que no queda nada, que sobre la pira del sacrificio no hay nada que ofrecer. Las camas están vacías y ya ni sangre para alimentar el siniestro motor sin nombre, el autómata que mueve el mundo, ese cementerio, con gesto acompasado y huraño. En el estruendo y en la placidez, la vida discurre áspera, lejana, empapada de olvido y calambres. Y hay una torre tenebrosa de palabras que las espaldas sostienen, porque llamamos, pero nuestros gritos son apenas voces contra el viento.

Uñas de furias excitadas
están hundidas en la seda,
y la vara del altivo
permanece incrustada en carne de niños,
-¡en carne de lujo y primado del Reino!-
solamente arde en el páramo
el cardo erizado de ira parda,
como una lámpara fría
la tuna espinosa en el desierto
yergue dura venganza polvorienta,
el silencio helado de la noche
vela con su gran capa
ruinas de arena y grito seco,
Sacodecrin suena intensamente
a Mudatiniebla,
nada se mueve hacia nada,
porque no hay razón:
-¿para qué, hacia dónde?-
las ramas despojadas, ardidas,
de la gran higuera del disgusto,
dejan pegados en el aire
restos de fruto ácido
y de leche picante,
el cuervo, taciturno,
-sin devorar cadáveres,-
permanece inmóvil
en el mástil de la Acusación,
las palabras no suenan
ni la música ni el menor
hurón de entendimiento
intenta cruzar de un lado al otro,
para comunicarnos algo,
es el día del Estanque,
el mediodía del Hambre,
es el Zenit rojo de la Sequía,
livianas, insistentes,
llueven las cenizas juguetonas
del inmenso incendio,
-vilanos sonrientes de la Muerte,-
la sepultura crece al sonido
del gran Saxofón que no declina,
¡oh Dios desconocido!,
nuestros breves puñados de polvo
están quemados de no verte,
hasta la más borrosa huella
de nuestros pies te extraña,
el frío gasta con hielo y nieve frotada
el calor de los huesos que congela tu ausencia,
amamos, y el amor vuelve a nosotros
como un boomerang
que nos golpea el pecho con violencia,
y caemos exhaustos sobre nuestras venas
de suavidad encrespada
por el ácido rechazo,
nuestras cuencas vacías agonizan
por una gota de agua de tus noticias,
por un relámpago de tu sonrisa,
por una brisa de tu césped,
por un minuto de tus plumas
de ave blanca, por un instante muelle
en las sábanas de tu lecho hospitalario,
por una bocanada de aire
de tus cámaras secretas,
por una ráfaga luminosa
de tu flor abierta de magnolia
entre los espinosos bosques
amargos del castigo,
por una breve caricia de tu mano
sobre la liebre asustada
de nuestro corazón
tras la mata de pasto quemado...,
nuestra voz está arrugada por la sequía,
nuestra garganta, apretada
por las tenazas del gangster,
no nos queda sangre para darte
como los masticados mártires primeros,
solamente el hueco de tu rostro,
mapas del país de la Sed,
trabajos numerados, lluvia
y pantano de Cansancio,
niebla y humo de gestos fichados
por calendarios y oficinas,
puntuales carruajes negros,
bancos y fábricas y minas
y hospicios y seguros
donde pasean serios empresarios
del cada día y la muerte de hoy,
solamente las pompas fúnebres de la Corrección,
los muros de cal blanca
de nichos enfilados
en el Gran Cementerio bocinante,
-la máquina llamada Muerteviva,-
las ventanas permanecen cerradas,
las puertas no giran,
las estrellas empujan,
pero los aldabones de hierro
resisten a la luz de los faros,
nadie acude al llamado,
no se encuentra reposo
en los tibios pañuelos del Consuelo
la indiferente camelia
ocupa el caluroso amparo de los mirasoles,
se muere de cemento y violeta aplastada,
de torres de acero, y paloma estrujada,
de pánico doméstico, y de abejas ardidas,
de guante, y cuna ensangrentada,
de saludo, y trébol pisado,
de intemperie, y de perdiz cazada,
de alambre, de plomo, y confianza
de leche y miel malditas,
de luto, y labio asado,
de diario, y conejo vendido,
de bostezo, y colores gastados,
de comercio, y corazón tirado
en la alfombra de gehena lustrada
del dormitorio cerrado,
morimos de ladrones de glicinas,
de estepa de metal, de lago duro,
de plutonio orgulloso, y mano cortada...,
morimos de llevar
nuestro propio cadáver bajo el traje
a los picos del buitre sentado en Orosiempre,
morimos de nacer a morir
y volver a nacer a morir
a su hambre de flores,
¡oh Dios desconocido!,
no podemos más.
El texto y la oda recitados por Francisco:
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