19. Extático
- Francisco Álvez Francese / Gastón Haro
- 7 nov 2018
- 3 Min. de lectura
Sobre “Las serpientes eternas”, de Emilio Oribe (Ars Magna, 1960)
El año es 1956. El poeta, que ya ha visto mucho, llega a la India. No debería ser difícil imaginar el impacto emocional que el viaje supone para Emilio Oribe: abrirse a lo otro absoluto. La escena, despojada de exotismo, casi se puede ver. Los versos tienen una textura suave, hecha de extensas palabras que se van moviendo seductoramente y crean un ritmo sinuoso, elástico, en base a un uso desvergonzado de los adjetivos y a la vertiginosa sucesión de verbos. Es esa música la que conduce las ideas, un dispositivo intelectual que se activa a partir de la anécdota y explora las consecuencias de la metáfora. En una nota al poema publicada en La Licorne, Oribe se pregunta si la comparación no servirá mejor como ilustración del relativismo de Protágoras antes que del idealismo platónico, pero frente al texto, eso poco importa, porque la verdad poética es necesariamente de otra especie: en la sucesión de recursos la plasticidad de la danza del pensamiento lo toma todo, en embestidas de versos sorprendentes. Así, alternan las “llamas viscosas / y mojadas” con los hombres “solemnes como ascéticos demiurgos, / filosofantes lúdicos con párpados de fuego” y con ese “imán constante de plenilunio y flautas”, el regir magnético de los astros sobre los cuerpos en trance. El espacio que se dibuja en la página, un zigzag quebrado apenas por los números, parece alzarse como el animal, la fiera, el dios, todo a la vez, de su canasto, en una calle de Delhi, como un humo, como una plegaria, como una escalera enredada que asciende a un cielo de perfectas simetrías. Todo pasa, austeras e imperturbables, las imágenes se suceden como de a relampagazos y uno está de pronto en ese rojo, en ese lugar creado en el poema, sostenido en sonidos y en visiones (las “sólidas barbas”, las “chatas cabezas”): un arrojo sin esfuerzo al arte más alto, como jugando, el abandono frente al infinito de lo que, incierto fragmento del universo, se ofrece sin saberlo a la poesía como a un involuntario sacrificio.

I
¡Ah, tan irresoluble,
como el poder que hace crear los mitos,
dinastías y cantos,
será siempre el enigma
de los encantadores de serpientes!
II
Admirad a los ancianos de sólidas barbas
que en su nirvana inmersos,
dominan en conjunto y en un fugaz instante,
su hirviente serpentario.
Las serpientes
bajo el tenaz conjuro de la música,
suben con mansedumbre,
como llamas viscosas
y mojadas.
¡Admirad a los jóvenes encantadores de serpientes,
solemnes como ascéticos demiurgos,
filosofantes lúdicos con párpados de fuego,
que en su oficio restauran
toda una ardua temática ancestral,
para que el monstruo luzca al orbe espléndido
su impávida belleza!
Frente a sus dueños,
las serpientes oscilan sus chatas cabezas
como errantes medallas
que buscan irse al pecho de los astutos déspotas.
Después se balancean, indolentes,
movidas por ingrávidos oleajes,
como en un turbio estanque
los pensativos lotos.
III
Al verlas en tal trance,
yo, Emilio Oribe, enuncio
la sorprendente hipótesis
de que existe el jardín de las serpientes eternas.
Fue al mirar unos diáfanos efebos
que actuaban como heraldos de jardines.
Huéspedes enjutos de las hogueras del sol índico,
encantaban a las idólatras bestias
confiando más que en músicas monótonas,
en el mirar profético y la astucia constante que atestiguan
la implicación recíproca del hombre y la serpiente.
De los encantadores que recuerdo,
siempre he de preferir
aquellos que son jóvenes
y casi adolescentes,
pues nacieron dotados de ilímites poderes,
y descifran mejor que el más sabio artilugio
los signos de los dioses en las bestias.
Se ofrecen, por complaceros, semidesnudos
y cumplen su misión sin esfuerzo, ni fatiga,
naturalmente,
como si respiraran o
jugaran.
Como si acariciara
su displicencia nómade,
los rizos y los brazos
de huidizas doncellas.
IV
Una noche,
bajo un imán constante de plenilunio y flautas,
entre el asombro turbador del ánima
yo temí en que en la sombra las serpientes
la alta rueda empañaran del cóncavo zodíaco.
No obstante, ¿qué esplendor les fue negado
a los encantadores de serpientes,
como un oprobio de su arcilla mágica?
¿Por qué sólo sugieren
transcendentes metáforas?
¿Qué pozo de tinieblas les mana en el espíritu?
¿Y por qué no he de amar
su anónima miseria,
si en su humildad de réprobos
me traen los simulacros
de todos los geniales inspirados,
y al verlos encantando a sus esclavas,
confirmo en mí la hipótesis
de que existe el jardín de las serpientes eternas?
V
¿Qué es lo que los pierde en el fracaso
de ser tan sólo imágenes o esbozos,
de aquellos que convocan con cautela infinita
del pensamiento puro las esfinges?
Los míseros
son ídolos frustrados,
que hacen pensar en las instancias
más difíciles
de la aventura humana.
¡Y qué inaccesible orgullo el que suscitan!
Dominar un instante
la creación absoluta del espíritu,
violando el gran secreto que clausura
el eleata jardín de las ideas perfectas,
que no es otro que el jardín de las serpientes eternas,
donde éstas,
como avaras,
atesoran
las grandes sinfonías
de los siglos,
los pálidos teoremas de las artes,
y el frenesí de las danzas y los cantos.
VI
¡Ah sí, pero
tan irresoluble,
como el poder que hace morir los mitos,
dinastías y cantos,
será siempre el enigma que sin perdón destruye
a los encantadores de serpientes!
El texto y el poema recitado por Francisco:
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