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En tan solo la primera parte

  • Diego De Ávila
  • 28 mar 2018
  • 2 Min. de lectura

Yo tenía un amigo que era un amigo del miedo.

Me abría el corazón, y era el corazón del miedo.

Alucinaba, me despertaba de noche y era una noche tenebrosa como pocas, donde un amigo me acariciaba la cabeza como si yo estuviese desnudo, ¡y me acojonaba de mil demonios!

Alucinaba, y después de pelearme con mi chica me despertaba en un colchón, borracho, durante casi dos días sin comer, pero me levantaba, y el mundo era una porquería.

No sabía que estaba tan detonado hasta que probaba salir de casa.

En la casa de mi amigo todo era bastante difícil. Si yo me explicaba demasiado volvíamos a una zona prehistórica, donde debía explicarle cómo era que nos habíamos conocido. A él también le daba miedo.

Pero yo no me iba de ahí. Se hacía demasiado tarde y le pedía a mi amigo que me tirara un colchón en el suelo, donde me acostaba solo para despertarme y vomitar, algunas horas después, excusándome a los pies de su cama entre estertores y un mal dominio de la cabeza.

Dos días después, todo seguía igual.

Se acercaba la hora de comer. Me iba a buscar un sitio adecuado.

Asaltaba a una joven madre con su hijo en brazos. Con mi arma, le obligaba a darme al chico, para que pudiese buscar el dinero que traía encima.

En mi casa me esperaban perros que una vez recogí de la hambruna. Eran buenos perros: no le debían nada a nadie y se quedaban en mi casa porque podían conseguir en ella lo que necesitaran, si eran inteligentes y meticulosos.

Los abracé, desesperado, cuando llegué al hogar, y uno por uno se sacudieron incómodos, sobrecogidos ante el patetismo de la escena, y hubiese querido que fuesen tigres o por lo menos lobos salvajes, pero eran solamente perros que no querían, incluso a costa de que los echara de mi casa, verme así.

En otra habitación, no recuerdo ya en cuál porque poseo muchas, encendía la televisión y antes de que se quemaran los circuitos y emergieran las imágenes violetas del tubo, yo detenía un estertor a la altura de la panza, envolviéndola con los brazos; todavía en la garganta sentía el impulso de aquello, que se me escapaba de las manos.

Alucinaba. Mis perros ya se estaban yendo de allí (hacía una semana que no me aparecía por casa para darles de comer), se internaban en el patio, entre los árboles, para masticar los gusanos de las cortezas.

El día y la noche son como una televisión prendida que pasa estática y clases de literatura. A veces me emborracho y la tiro por la ventana, que en realidad soy yo tropezando en una vereda, re mamado. Y ahí está la voz otra vez. El sonido de la lluvia. Una personalidad de la facultad de humanidades, antes de que empiece el curso. Cuando apago la tele todo se calla y se pone negro y es como un tercer programa desesperante, nunca puedo descansar.

Foto: Christian Kis

El cuento recitado por Diego:



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